Por: Antonio Schimpf – Pastor y profesor de Teología en Buenos Aires, Argentina.
Una vez más el mundo sufre a causa de una guerra. Sucede lejos, podemos decir. No me afecta directamente, podemos pensar. Pero, queramos o no, una invasión como la que sufre Ucrania no nos deja indiferentes. En un mundo interconectado, por más que se intente bloquear la información, llegan a nosotros imágenes espantosas de destrucción y sufrimiento.
Si somos personas con empatía, si aún no hemos caído en el cinismo ni la indiferencia, lo que vemos y oímos no puede dejar de sacudirnos. Y lo peor es la incertidumbre que rodea cada conflicto bélico. Se sabe cuándo comienza, pero no cuándo termina. Muchas grandes guerras comenzaron como pequeños conflictos regionales, pero luego se extendieron en la geografía y en el tiempo, arrasando miles o millones de vidas. Sabiendo, además, que Rusia posee un arsenal nuclear poderosísimo, no nos deja tranquilos pensar que alguien en un momento de desquicio intente apretar el botón equivocado.
De modo que a las preocupaciones cotidianas se agrega una más, porque hay cierto riesgo de que la situación escale y se transforme en amenaza para muchos, incluso, para nosotros que lo vivimos a cierta distancia.
¿Qué podemos hacer los cristianos en tiempos de guerra?
Todos estamos invitados, en primer lugar, a elevar nuestra voz a Dios para que los países involucrados encuentren un camino de diálogo y de paz. Ucrania y Rusia son países hermanados y cercanos.
Quizá los mismos pueblos terminen presionando sobre sus líderes para que cese la guerra y se busquen los acuerdos y la paz. Además de orar, tenemos la oportunidad de reflexionar en los dramas propios de nuestra naturaleza humana caída, en la que los conflictos y las diferencias suelen ser parte de nuestra realidad cotidiana. Hemos de aprender y practicar la tolerancia, el perdón, la empatía, el diálogo, convivir con la diferencia, tender puentes con humildad.
Por último, es un tiempo para reemplazar el temor y la angustia por la confianza en el único Dios que nos provee el camino de paz a través de su Hijo Jesucristo. El profeta Isaías anticipa ese tiempo maravilloso en el cual el anhelo de paz se hará realidad: Él juzgará entre las naciones y reprenderá a muchos pueblos. Convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación ni se adiestrarán más para la guerra (Is 2:4).
Es el mismo Isaías quien, al anticipar la venida de Jesucristo, lo describe de manera tan maravillosa: Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, y la soberanía reposará sobre sus hombros; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz (Is 9:6). Con Él comienza la paz en nuestro interior.
Con Él la paz trasciende y se contagia a nuestro pequeño mundo de relaciones. Con Él la paz perdura en medio de ataques y conflictos. Con Él, la paz eterna y definitiva se anticipa aquí y ahora.
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