Cuanto nos sensibiliza hablar de enfermedades que afectan a niñas, niños y adolescentes, siendo el cáncer infantil una de las que atraviesa la vida familiar y nos confronta con tantas preguntas que surgen cuando, en medio de meses emocionalmente cargados entre consultas médicas y estudios, a nuestro hijo/a le detecta alguno de los tipos de cáncer existentes.
Este material pretende servir de apoyo y brindar algunas orientaciones prácticas no solo para padres de hijos que tienen cáncer, sino también para quienes acompañan y apoyan desde sus distintos y valiosos vínculos: familia, amigos, vecinos, maestras y docentes, entre otros.
Alrededor de 160 mil niños en el mundo son diagnosticados con cáncer cada año. (Unión Internacional Contra el Cáncer)
Se estima que el cáncer fue la causa de muerte de 8.544 niños menores de 15 años en 2020 (OPS).
El cáncer es una enfermedad en la que, por un proceso inverso al que se espera de reproducción celular ante el envejecimiento o daño de las mismas, algunas células dañadas se reproducen en forma descontrolada pudiendo diseminarse a otras partes del cuerpo. (INC)
El Instituto Nacional del Cáncer en Estados Unidos, explica que con el término “cáncer infantil” se designa las edades que van desde el nacimiento hasta los 14 años, siendo los tipos más conocidos del mismo: “la leucemia, los tumores de encéfalo y médula espinal, el linfoma, el neuroblastoma, el tumor de Wilms (tipo de cáncer de riñón), el retinoblastoma y los cánceres de hueso y tejido blando.”
Cada caso es diferente y particular ya que hay muchas variables que quedan sujetas a cómo se intervendrá una vez que el diagnóstico sea realizado. ¿Cuáles son algunas de esas variables? El tipo de cáncer y la etapa en que se encuentre, la edad del niño/a, sus antecedentes de salud e historial familiar, si hay comorbilidad con otras enfermedades previas, los recursos económicos y materiales con los que se cuenten para el tratamiento que corresponda, el sostén y apoyo de los adultos referentes que le rodeen, la contención y el factor afectivo con que se acompañe a la familia, por mencionar algunos.
Una vez el diagnóstico nos ha sido informado o confirmado, podemos elegir si como padres se lo transmitiremos directamente a nuestro hijo/a mediante sugerencias que nos pueda brindar el equipo asistencial o, si preferimos contar para ese momento, con la presencia de su médico tratante. Mucho de esta elección tendrá que ver con la información que nuestro niño/a sea capaz de entender según su edad y nos enfocaremos en los puntos más básicos de su enfermedad: cómo será el tratamiento que le ha sido indicado y qué es lo que se espera que este haga.
Nuestra actitud debe ser honesta ya que esperan de nosotros conocer la verdad, lo que contribuye a un vínculo de confianza entre padres e hijos. Utilizaremos palabras que ellos conozcan y transmitiremos ideas claras a la vez que dosificaremos lo que les diremos, explicándoles un paso a la vez ya que no resulta aconsejable anticiparle demasiada información.
Nuestros hijos, así sean pequeños, tienen incorporado una especie de “sensor afectivo” que les permite darse cuenta cuando papá y mamá están enojados, tristes, contentos o preocupados por lo que cuidar nuestro semblante y tono de voz será importante para no transmitir miedo ni desesperanza.
La honestidad al explicarles y conversar con ellos (si además hay hermanos), irá acompañada de nuestra calidez y cuidado, así como de mostrarnos disponibles para escucharles en lo que precisen conversar o en las preguntas que tengan. No teman decir si no saben alguna respuesta, una alternativa puede ser proponer el buscarla juntos o consultarlo con el médico en la próxima consulta. Este punto es importante ya que las preguntas que ellos no se animen a hacernos porque nos perciban irritados o esquivos, abre en los niños la puerta a ser respondidas bajo su imaginación y según a la conclusión que lleguen, puede ser motivo de gran temor o incluso ansiedad para ellos.
En todos los casos, les haremos saber que les amamos, que estaremos junto a ellos y que el equipo de doctores está trabajando para cuidarle y ayudarle a sentirse mejor.
En medio de citas médicas, de hablar con uno y otro especialista, de estudios y análisis a la vez de una rutina familiar que debió reorganizarse y, por ende, modificarse, no podemos menos que pensar en una considerable cuota de estrés que todos los miembros en el hogar estén transitando. Emociones y sentimientos de cansancio, irritabilidad, frustración, temor, tristeza, son más que entendibles y forman parte de los distintos desafíos que se nos presentan y que demandan una gran cantidad de energía y recursos (incluso materiales) con los que a veces podemos sentir que “no damos abasto.”
Si bien, distintos momentos de atravesar algunas de esas emociones forman parte del proceso que estamos viviendo, precisamos recordar que la vida de nuestro hijo, de nuestra hija, va mucho más allá del cáncer con el que se encuentra conviviendo. Al tener esto presente, no permitimos que el cáncer nos robe los momentos de disfrute con nuestros hijos, ni sus sonrisas, ni los momentos en los que podemos no estar en el hospital y sí podemos estar en un parque, en una playa o simplemente acurrucados en casa mirando una película o jugando con ellos. Nuestro hijo/a, sea un infante o un adolescente, sigue siendo una persona con su personalidad en construcción, con sueños, con preferencias, con su sentido del humor, con sus miedos (propios de su edad), con sus ocurrencias, con necesidades físicas, pero también intelectuales, vinculares (relacionarse con otros, tener amigos), ser amado/a, ser escuchado/a, en fin, con toda su singularidad.
A su vez el cuidado, tanto propio como de ellos, en lo que involucra también a la salud mental, es fundamental. Está demostrado que el grado de esperanza y el estado anímico contribuyen a sobrellevar de una mejor forma un diagnóstico complejo. Van a haber momentos para todo: para el dolor físico y para el dolor emocional, pero también va a haber tiempo de sentir alivio. Tiempo de llorar y de reír, de dormir y de tener bolsas bajo los ojos, de jugar y de descansar, de animar y tiempo de acompañar en silencio. Tiempo de conversaciones y tiempo de leer en voz alta para que escuchen en nuestra voz sus libros favoritos. Procurar el proceso de aceptar esta diversidad de momentos con la serenidad que solo en Dios podemos encontrar, nos sostendrá durante cada día.
No hay atajos para atravesar un momento así. En medio de la confusión inicial, el temor por el futuro de nuestro hijo/a y cómo se transitará el tratamiento, nos puede capturar tanto a nivel cognitivo (nuestros pensamientos y escenarios que imaginamos), afectivo (nuestras emociones y como las manifestamos), físico (como reacciona nuestro cuerpo) así como espiritual (nos aferramos con mayor convicción a Dios o le reclamamos las respuestas que desesperadamente creemos nos saciarán). Toda esta turbulencia forma parte, necesaria, de estar en el proceso de adaptarnos a la nueva realidad con los cambios e incertidumbre que implica.
Reconocer esto y poder ponerlo en palabras con una persona de nuestra confianza, en tanto ser escuchados sobre cómo nos sentimos sin ser juzgados experimentando una sensación de alivio, nos ayudará a aclarar y ordenar un poco nuestras ideas. El cuidado propio, así como en la pareja es fundamental: a la corta o a la larga, no podremos cuidar bien de otros si descuidamos nuestra propia salud y desatendemos nuestras necesidades básicas. Priorizar el descanso sobre tareas secundarias y que p ueden postergarse sin mayores consecuencias hará una diferencia, así como mantener una alimentación saludable, y buscar tiempos, dentro de lo posible, para hacer alguna actividad que nos ayude a distendernos y recargar energía.
““La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.””.