La muerte de un hijo o hija, un incendio descontrolado, un diagnóstico complejo, un desastre natural que azota la comunidad, un robo violento, un siniestro de tránsito de graves secuelas, una explosión en una fábrica, una situación de guerra… ¿Qué sigue luego del impacto, del aturdimiento emocional? ¿Hay algún ápice de esperanza sobre el cual mirar el presente y a futuro? ¿Debemos esperar algo más allá del dolor?
1,5 milhão
(Português do Brasil) 1,5 milhão de pessoas afetadas pelas enchentes no Rio Grande do Sul
100 mil
12.800 personas fueron víctimas mortales de desastres naturales en todo el mundo en 2018 (Statista Research Department, 18/09/2019).
388
556 personas murieron en el mundo en accidentes aéreos en el año 2018 (ASN – Aviation Safety Network).
Si en la misma conversación se trata un tema doloroso y aparece la tragedia como sustento del relato que lo provoca, con seguridad no entramos en territorio de reflexiones simples ni lineales. Sea para lidiar con nuestros propios sentimientos o acompañar los de alguien, debemos procurar ser conscientes de la delicadeza y prudencia que merece acompañar un corazón que ha sido mecido por la pena de forma abrupta.
El término tiene su origen en Grecia, en el género teatral dramático donde el desenlace del protagonista quedaba a manos de una fatalidad. Hace mucho tiempo, cultural y socialmente acuñamos esta palabra para describir situaciones que implican una pérdida valorativa de algo o alguien de forma dramática, inesperada y que conlleva un antes y después en nuestra historia individual y/o colectiva (familia, comunidad).
Desde siempre, las tragedias nos convocan con la vulnerabilidad humana de una forma extremadamente aguda. Los acontecimientos trágicos superan nuestro entendimiento finito y parcializado, nuestra voluntad, nuestra potestad y capacidad psíquica para digerir de un momento a otro, una situación que altera nuestra vida de forma desestructurante
. Nos vemos confrontados muchas veces, en la lucha por aceptar un aspecto tan real como nosotros mismos: la impotencia que nos habita humanamente, que nos recuerda cada tanto tiempo que no hay esfuerzo o potestad que evite ciertas situaciones, ciertos dolores, ciertas pérdidas. Es así que el sufrimiento aparece en múltiples formas:
En el año 2016 se estimó que cerca de 250.000 personas en el mundo perdieron la vida a causa de heridas con armas de fuego.
Más de 61,7 millones de personas en el mundo fueron afectadas por catástrofes naturales en 2018.
Como dice C.S. Lewis, “todos acabamos por ser hombres dolientes”, debido a que el dolor es algo adyacente a la vida misma, así como lo es también, por ejemplo, la alegría.
No todo duelo implica una tragedia y esto es importante aclararlo, pero sí toda tragedia implica transitar un tipo de duelo. Este es un proceso esperable y saludable ante situaciones en las que hubo una pérdida valorativa y significativa de algo o alguien. Ahora bien, en este apartado hablaremos sobre las tragedias en un sentido general, ya que se pueden catalogar distintos tipos y cada una cuenta con su especificidad, lo cual excede el propósito de este artículo.
Si has sufrido una pérdida reciente, puedes encontrar algo más para leer en nuestro contenido “Superando Las Pérdidas”.
Hospedar el dolor por lo ocurrido y expresarlo es un gran indicador de salud mental, ya que con eso llega el desahogo, la liberación de tensión, la consciencia sobre la nueva realidad y la capacidad para actuar conforme a ella;
Hay una cuestión social y cultural que muchas veces perturba el proceso de darle al dolor emocional su espacio ante su razón de ser. Cuando ante la intensidad de lo vivido, no nos damos el permiso de ser conscientes y coherentes entre nuestro mundo interno (lo que pensamos y sentimos) en relación a lo que hacemos y la interacción con nuestro entorno, se corre peligro de intentar enmascarar, disimular, minimizar o evitar todo nuestro sufrimiento, nuestro malestar.
Esto, no solo lo prolonga (generando el efecto contrario al que se buscaba) por no haber podido elaborar el duelo, sino que además nos vuelve vulnerables a canalizar el malestar a través de conductas evitativas y hasta en algunos casos, peligrosas, que también repercutirán en el entorno inmediato.
Si a esto le sumamos el culto a la idea (forzada y distorsionada) de felicidad que se pretende vender sumado a culturas donde se idealiza el máximo rendimiento y productividad, el duelo se convierte casi en un tabú, lo que termina por patologizar un proceso que es normal, necesario y esperable ante situaciones que trastocan la vida. El dolor queda reducido a una cuestión inútil. Varios especialistas coinciden en que esta es una alerta grave de una sociedad que está enferma.
Hospedar el dolor por lo ocurrido y expresarlo es un gran indicador de salud mental, ya que con eso llega el desahogo, la liberación de tensión, la consciencia sobre la nueva realidad y la capacidad para actuar conforme a ella; Todo esto es lo que me va permitiendo elaborar el proceso gradualmente, además de que me impulsa a buscar contención en personas queridas y de confianza para transitar mi vulnerabilidad sin ser juzgado.
Hay una tristeza, una necesidad, una angustia, una incertidumbre, un caos no buscado que convoca cosas buenas: nos arrima la empatía, consuelo, la dulce compañía, abrazos que contienen, solidaridad, y todo esto nos fortalece. En momentos así, es que se conoce el apoyo genuino de otros que se compadecen junto a nosotros, surgen gestos que nos conmueven, sentimos el amor de quienes nos rodean y, alojarse en esas acciones mientras dura la tormenta es lo que nos ayuda a ir asentando la nueva realidad.
Cuando no sabemos qué decir o no tenemos algo que aporte significativamente lo más prudente que podemos hacer es acompañar en silencio. Es el bálsamo que tan preciadamente tenemos para ofrecer.
Cómo acompañar a quien sufre
Hay algo del dolor que incomoda, pero quizá porque nos ponemos en el imperativo de resolverlo, de encontrar la frase justa que consuele, que detenga el llanto desbordado, y como no la hallamos, ni sabemos bien qué decir o hacer, nos incomodamos y se lo transmitimos (aunque sin palabras) a la persona.
El problema es que, se vuelve difícil estar triste, si alrededor escuchamos frases del estilo: “no llores” / “pensá que pudo ser peor” / “no seas egoísta” / “todo va a estar bien”. El dolor no va a durar para siempre, pero en este momento es un dolor que precisa ser abrazado y recibido por la propia persona y sus allegados, solo así, recorriendo paso a paso ese proceso, que implica tiempo y etapas, sosteniendo las emociones y respetando los tiempos de la persona es que de a poco lo ocurrido va a ir siendo más tolerable, más habitable.
Quizás, lo más importante a saber cuándo nos toca a nosotros acompañar a alguien que sufre, es que no hay nada que haga o diga que resuelva o libre al otro de ese momento que le toca vivir. Es una experiencia intransferible que nadie puede vivir por otro. No estoy ahí para resolver algo irresoluble, ni hay frases de efecto mágico. Certeramente, más adelante, voy a poder conversar con él/ella y transmitirle consuelo a través de palabras sinceras y cálidas, pero en ese primer momento lo que importa es la presencia, hacer saber que estamos ahí, que podemos ayudar en cosas concretas que la persona precise, que podemos dedicarnos a escuchar sin dar un sermón, ni una lección sobre la vida ni juzgar sus emociones.
Estamos ahí doliéndonos también junto con el otro, ayudándolo a sostener su angustia, su enojo, su impotencia, en un momento que de tener que hacerlo solo/a sería doblemente difícil. Las palabras de ánimo son buenas, pero tienen un tiempo de llegar. Cuando no sabemos qué decir o no tenemos algo que aporte significativamente lo más prudente que podemos hacer es acompañar en silencio. Es el bálsamo que tan preciadamente tenemos para ofrecer.
En general, lo que las personas más necesitan y agradecen al transitar circunstancias difíciles es:
• Que se los escuche, poder desahogarse sin ser juzgados. Debemos ser pacientes ya que muchas veces la persona plantea el tema recurrentemente. En un principio, es la forma que tenemos de procesar y elaborar eventos de alto impacto y nos ayuda muchísimo en la elaboración del duelo.
• No hacer comparaciones con momentos difíciles que vivieron otras personas. Cada situación es única y por ende también la forma en la que cada uno la viva.
• No relatarle nuestras propias experiencias difíciles y dolorosas. No es momento para que ella nos sostenga a nosotros. Ya se encuentra suficientemente abrumado con lo que está viviendo.
• No evitar hablar del tema. Muchas personas evitan el contacto con quienes (amigos, vecinos, familiares) vivieron una situación trágica. En general agradecen poder hablar de su propia experiencia, y si vivieron la pérdida de un ser querido, poder hablar del mismo.
• No dar lecciones sobre cómo vivir el dolor. Es un proceso intransferible y subjetivo.
• No minimizar lo sucedido ni menospreciar los sentimientos de la persona.
Sostener y ser sostenidos
El sentido nos ayuda a organizarnos y estructurarnos psíquicamente, a no desintegrarnos internamente cuando mucho a nuestro alrededor sí lo hace. Muchas veces, no es el sentido que nosotros buscamos o esperamos, es un sentido distinto, que se relaciona con la esperanza y nuestra postura a futuro.
Hay un concepto de resiliencia que se extiende más allá de lo singular, que remite a una escala plural, y tiene que ver con esto de dejarnos sostener por otros y sostener cuando las fuerzas flaquean, contar los unos con los otros en tiempos difíciles, salir adelante juntos y sobreponernos.
Debemos, con paciencia, apelar a nuestros aspectos más resilientes, a fortalezas propias de nuestra personalidad, que no niegan la realidad y nos recuerdan quienes somos, con lo que hemos podido y nuestros mejores recursos (propios y del entorno) para sobrellevar la adversidad.
Nuestra experiencia puede ser capitalizada pensando en el sentido que puede tener, no en retrospectiva a nivel de lo que ocurrió, pero sí a futuro, lo que yo puedo hacer con eso que viví. Podemos ser quien lleve esperanza a alguien más, no necesariamente por haber vivido lo mismo sino, por salir adelante a pesar de, volver a reír a pesar de, construir proyectos después de, disfrutar nuevamente la vida sin sentirme culpable. Es que la vida también es eso, en el mismo hospital que un corazón deja de latir hay una vida que anuncia su llegada a través del llanto.
Numerosos autores de distintas disciplinas (antropología, psicología, psiquiatría, filosofía, etc.) concuerdan en que aquellas obras que hacemos para ayudar a otros en alguna necesidad, terminan trayendo un gran bienestar al mismo que da, nos ayudamos al ayudar a otros. Hay algo en la ayuda desinteresada, en extender una mano que nos conecta con un sentido de humildad y de un sentido genuino de la vida, que nos hace salir del ensimismamiento, que nos hace sentir útiles en un sentido más allá de la idea éxito que el mundo quiere vender. Nos hace dar cuenta de todo lo simple que está al alcance de nuestra mano, de cómo podemos dejar huellas de bienestar en otros, y en ese dar honesto, nos sentimos curiosamente agradecidos, fortalecidos, encontramos un nuevo sentido.
Hay una frase excelente de Sartre que dice: “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. ¿Qué quiere decir esto? Que no podemos cambiar lo que pasó, nuestra infancia, un evento trágico o una sucesión de ellos porque vivimos situaciones que dejaron una huella amarga, pero sí podemos decidir qué vamos a hacer con eso. Algunas veces, sin embargo, puede ocurrir que todo resulte demasiado abrumador no solo en cuanto a los hechos concretos, sino también sobre nuestras propias emociones en relación a ello. He aquí una importante advertencia: No debe ser jamás motivo de vergüenza ni de temor consultar con un profesional de la salud mental. Esto no se trata sobre ser o no ser suficientemente fuerte.
Consideraciones en relación a niños y adolescentes:
Este punto es especialmente importante ya que muchas veces obramos de formas que obstaculizan y distorsionan un adecuado proceder ante las necesidades de ellos al vivenciar una circunstancia de dimensión trágica. Veamos algunos puntos a tener presentes:
• No dejar excluidos niños y adolescentes del proceso. Contemplar sus necesidades y sentimientos, ya que ellos intuyen y saben cuando algo “no anda bien”. Son grandes lectores de semblantes.
• Hablar de forma clara y natural, pero gradual para favorecer la comprensión, evitando ofrecer demasiados detalles que dramaticen aún más la situación.
• Es conveniente que la persona que comunique la información sea la persona de un vínculo emocional más íntimo (madre, padre, o en su defecto hermano, abuelo).
• Decir sólo aquello que el niño pueda comprender, dependiendo de la edad, adaptando el lenguaje a su nivel de comprensión.
• Responder a lo que el niño nos pregunte. En caso de muerte de una persona muy cercana, hay que decírselo, aunque no nos pregunte, estando muy atentos a sus reacciones.
• En general, suele ser el propio niño el que marca los límites de hasta dónde debemos contar, bien porque pregunte más o porque cambie de tema.
• No mentir. Evitar el adornar o maquillar la verdad para proteger al niño (ejemplo, no decirle que “papá se fue de viaje y tardará mucho en volver”, si realmente el padre ha fallecido).
• Evitar que tengan acceso a imágenes escabrosas sobre el acontecimiento y que el único tema de conversación sea lo sucedido.
• No disimular nuestras emociones delante de ellos, permitiendo la expresión de los sentimientos, cuidando la forma y el contenido de la expresión para no caer en un exceso de dramatismo (ejemplo, no decir cosas ante ellos como “yo también me quiero morir”, “no sé cómo vamos a salir de esta”).
• Aceptar las reacciones emocionales que puedan aparecer en los niños (pesadillas, terrores nocturnos, conductas regresivas como hacerse pis en la cama, ansiedad de separación y miedos) sin caer en la sobreprotección (dormir con el niño, romper rutinas de uso de medios de transporte, visita de determinados lugares públicos). En definitiva, ayudar al niño a enfrentar sus propios miedos. De igual forma, pero con adolescentes, estar atentos a situaciones como: rechazo al liceo, rebelión hacia la autoridad en general, aislamiento, pérdida de sueño, agresividad, pesadillas recurrentes, temor e inseguridad, dificultad para expresar sus emociones y pensamientos.
• Ofrecerles apoyo y contención emocional, para que se sepan queridos y protegidos.
• Tener precaución en que no experimenten con culpa el hecho de que sientan determinadas emociones (tristeza, angustia, rabia).
• Mantener con la mayor normalidad posible la dinámica familiar, retomando la rutina diaria habitual, con el objetivo de ofrecer al niño seguridad y confianza. Cubrir las necesidades básicas del menor, tanto en afecto como en instrucción y diversión.
• Permitir momentos puntuales de distracción y escape sin incitar a la negación del suceso (por ejemplo, hablar de otros temas, salir del lugar).
Palabras de cierre
Cuando no escondemos lo que nos ocurre, el dolor mismo es el que convoca la ayuda, los abrazos, la escucha de quien nos quiere. Gracias a esas instancias de calidez y de darnos tiempo para vivir cada etapa, es que recién ahí de a poco la intensidad de nuestras emociones empezará a equilibrarse. Pero quizás, sintamos que todo resulta más avasallador de lo que esperábamos. Puede ocurrir que, por las características de lo sucedido, los recursos con los que contemos o no y el momento en el que nos encontramos, precisemos una ayuda que va más allá de las que familia y amigos nos pueden dar. En esos momentos no debemos temer pedir ayuda psicológica a un profesional de la salud.
Todos pasamos por distintas adversidades y Dios no es ajeno a conocer el dolor, ya que Jesucristo mismo padeció grandemente cuando estuvo aquí y bien sabe lo que implica el sufrimiento y dolor radical. Ese sufrimiento tuvo un sentido que nos abraza a todos, incluso a los que vendrán, no solo para la eternidad sino también aquí durante nuestro paso por el mundo, tanto en los momentos de inmensa dicha como al transitar por los valles oscuros de la vida.
“Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren”.